viernes, 4 de abril de 2008

Pesadilla peronista

Al margen de lo que nos aglutina como amigos y compañeros de lucha (me refiero con esto a nuestro acérrimo partidismo peronista, un fulgor, un resplandecer de nuestra alma que no cede ante la subversión o ante regimenes opositores) quiero dar cuenta de una anécdota real que me aconteció anoche, una noche más bien de insomnio pero que en un momento de sueño se me sobrevino lo ocurrido.
El sueño comenzaba conmigo y dos personas más ingresando a la Plaza de Mayo. Buscábamos a alguien que no recuerdo quién era, pero sé que tenía en su poder algo valioso para mí y para nuestros acompañantes. La plaza estaba vacía, pero a medida que íbamos ingresando en ella la gente iba apareciendo. Cuando estábamos casi por terminar de cruzarla, la plaza desbordaba de gente, no había espacio que estuviera libre de argentinos de todas las edades.
Fue en cuestión de menos de un segundo que se escucharon dos disparos de rifle. Mis dos compañeros habían desaparecido en la mitad de la caminata por la plaza, y yo ya n buscaba a nadie ni a nada. Por instinto todos nos arrojamos al piso, y yo me encontraba con una madre y sus dos hijos: un nene y una nena de unos siete o nueve años. Todos al piso sin saber lo que ocurría, y desesperación aflorando por todas partes. Los dos niños lloraban desacatados. Yo arrimé a la nena contra mi cuerpo bien fuerte y tomé el brazo del niño, mientras su madre tomaba el otro. La nenita rubia de rosado se refugiaba en mí, y mientras la abrazaba le decía al niño que también estaba muy asustado: “ya pasó mi amorcito, ya pasó, ya está, ya está”.
Todos en el piso éramos una alfombra humana que cubría toda la Plaza de Mayo. Eso lo vi cuando levanté osado la cabeza, pero no fue eso lo que más me llamó la atención. En el otro lado de la plaza estaba nuestro general, Juan Domingo Perón, con dos rifles de caño recortado, uno en cada mano, con cabeza un tanto inclinada hacia delante y ojos que fogoneaban una mezcla de ira y sed de algo que no era bueno. Él había efectuado los disparos. Caminaba imperturbable, con dos milicos enfrente de sí que le abrían el paso. A un metro delante de ellos había todo un grupo de policías que iba asesinando a toda la gente que corría desesperada por la Avenida de Mayo para salvarse. Era inútil. Sus esfuerzos por correr eran iguales al caminar de Perón, que miraba con placer como los destrozaban a espadazos sus milicos alcahuetes del régimen.

El sueño termina ahí. Desperté boca abajo con mi brazo derecho bien pegado a mi cuerpo, como si aún estuviera tomando a la nenita rubia contra mí. No es esto una intención de dejar dudas respecto a mi filiación peronista que bien orgulloso me tiene. Sólo quería compartir esta experiencia que me costó dos horas de desvelo posteriores a su final.